Es el año 1938. El disparo del fotógrafo inmortalizó a Don Orione en esta pose para él inusitada.
Es el año 1938. Entre una inspección y otra, Don Orione se sienta en unos improvisados y poco confortables tablones. El disparo del fotógrafo lo inmortalizó en esta pose para él inusitada.
Don Orione cómodamente sentado. ¿Relax veraniego? No. ¿Una siesta después de la comida? Tampoco. La foto nos muestra al Fundador con ocasión de una visita suya a Corvino San Quirico, donde se está levantando el santuario dedicado a la Virgen de Caravaggio, deseado por la fe del canónigo Arturo Perduca y levantado con el trabajo de la Pequeña Obra. Es el año 1938. Entre una inspección y otra, Don Orione se sienta en unos improvisados y poco confortables tablones. El disparo del fotógrafo lo inmortaliza en esta postura para él inusitada. La mirada está absorta, el porte sereno. A su alrededor, el ruido de la hormigonera, el chillido de las carretillas, las voces de los empleados... Entre ellos, un grupo de seminaristas, los “peones de la Virgen”, como fueron llamados. Son cerca de cuarenta jóvenes que se alternan en el trabajo como mano de obra y que por la tarde vuelven al cercano Instituto de Montebello. Ora et labora, en un incesante ir y venir, imitando el ejemplo de su Fundador, a quien le gusta definirse como “el peón de la Providencia”, “el peón de la caridad”.
Su actividad tiene algo de increíble. Se repite que en la Congregación no hay lugar para los “frailes mosca”, es decir para los comodones o los aprovechados. Su estilo es eminentemente dinámico. Demuestra gran tenacidad en el trabajo y una alergia al cansancio que asombran. Enemigo declarado de cualquier tipo de ociosidad o pérdida de tiempo, un día manda quemar públicamente un sofá en el que ha visto sentados a algunos clérigos dispuestos a echar una siesta.
Recriminado por Don Carlos Sterpi, su vicario y colaborador, quien se lamenta de no ser debidamente escuchado, Don Orione responde: “El lunes pasado estaba en Venecia, el martes estaba en Tortona, el miércoles de nuevo en Venecia, el jueves en Trento, el viernes en Venecia, el sábado estaba en Génova, el domingo en Tortona: ahí tienes una de mis semanas. ¿Qué quieren que haga de más?”. Escribe a una de sus bienhechoras de Cortona: “He hecho todo a tiempo y agarré el directo para Florencia de las 10,50. Llegué a Tortona a las 11 de la noche del lunes y he salido la misma noche a la 1,38 del martes hacia Génova. Llegué la mañana del martes a Savona y desde allí me acerqué a ver a un sacerdote enfermo. Después en esta misma semana he estado en el noviciado de Bra, fui a bendecir por última vez a una benefactora gravemente enferma cerca de Savona, allí fui dos veces. Después fui a Génova a visitar las dos casas, fui después a Novi, donde la Divina Providencia tiene el colegio de S. Giorgio y ahora, después de haber pasado por Tortona, estoy en Venecia por dos días. Salgo mañana, después de ver los resultados de la radioscopia de un querido amigo sacerdote. ¡Téngale presente en sus oraciones y encomiéndelo al Señor!”.
La referencia de un testimonio, con ocasión del proceso de Beatificación: “Don Orione no hizo nunca veraneo, ni se concedió ningún periodo de reposo, sino que siempre ha trabajado tanto, hasta caer por la noche cansado en los brazos de Jesús; hasta morir de pié como solía decir. El trabajo continuo ha sido su gran mortificación. No se daba ni un momento de descanso, y lo que más sorprendía, combinaba este gran trabajo agotador con una continua unión con Dio. Nos recomendaba siempre a nosotras el trabajo y nos decía: Seamos los peones de Dios, ya descansaremos en el Paraíso” (Sor María Rosaria).
Pero sería un error considerar a Don Orione como un loco impetuoso, un incansable péndulo, un activista extremo, casi devorado por el frenesí de correr y correr. Limitarse a verlo (y evaluarlo) únicamente a través del metro del hacer sería como destacar sólo su acción caritativa olvidando su oración, su fe, las noches pasadas en adoración. Como todos los santos activos, él conoce muy bien el secreto y lo sintetiza en una de sus tantas espléndidas expresiones que tienen el sabor a testamento espiritual: "Fe de amor, caridad de fe". He aquí el secreto de su acción apostólica: "Si queremos hoy trabajar útilmente para la vuelta del siglo hacia la luz de la civilización, para la renovación de la vida pública y privada, es necesario que la fe resurja en nosotros... Y tiene que ser una fe aplicada a la vida. ¡Se necesita espíritu de fe, ardor de fe, empuje de fe, fe de amor, caridad de fe, sacrificio de fe! Sin fe tendremos hielo, la decadencia y la muerte. Sin fe todo es estéril, es nada, es vacía la ciencia y la vida. Se necesita pues renacer a una vida nueva: a una vida de fe sobrenatural, de fe auténtica, eficaz, profunda y práctica. ¡Necesitaremos trabajar y sacrificarnos por una humanidad mejor, a la luz alta y consoladora de la fe!". Ora et labora, y cada tanto un pequeño descanso sobre unos tablones de madera.